Por: Rekha Chandiramani
Repica y repica la alarma. Son las 6 de la mañana. El sol se cuela por la ventana de Juliana. Punzante y cegador, así como el dolor con el que amanece casi a diario. Estira las piernas para llegar a la cocina, como un guerrero herido que debe levantarse en el campo de batalla, pero ella va a preparar el desayuno de Pedro, el marido. Como los músculos tienen memoria, queda sentada sobre la cama. Y como la memoria es traicionera, no recuerda que el frasco de pastillas que está sobre su mesita de noche está vacío, como hace un mes. Pero lo sacude todos los días.
Prende el televisor para escuchar Telemetro Reporta. Muertes, corrupción, robos, tragedias.
–¡La misma vaina todos los días…puras malas noticias!
La única buena noticia era que ya no estaba Álvaro Alvarado en el telediario matutino. Por esos días, después de 30 años, el periodista con más seguidores de Twitter en el país, dejaba la televisión a tiempo completo.
Olvida el dolor por un momento. El café está listo y va a levantarse para
desayunar con el marido. De repente, otra punzada en la pierna derecha. Esta vez es tan fuerte que no puede levantarse del sillón. Aveces le toma hasta 10 minutos incorporarse. Pedro logra levantarla y con el noticiero de fondo, desayunan en el comedor. Él se va a trabajar y ella regresa al sillón a buscar la mejor posición para sobrellevar el dolor.
Juliana Sánchez es sobreviviente del envenenamiento masivo por dietilenglicol –la más grave intoxicación de ese tipo, hasta ahora, a nivel mundial – ocurrida en Panamá hace trece años. Varios lotes de expectorante despachados entre 2004 y 2006 por la Caja de Seguro Social (CSS), entidad que se encarga de las pensiones y provee servicios de salud al 80% de la población, estaban contaminados con dietilenglicol, un refrigerante industrial altamente tóxico.
Su calvario comenzó el 6 de octubre de 2006. Estando en su casa, saltó la alerta en los noticieros, cuando aún estaba Álvaro Alvarado. La CSS anunciaba a todo el país que algunos lotes de expectorantes preparados en sus laboratorios estaban envenenados con dietilenglicol. La empresa intermediaria, Medicom, S.A., entregó a la entidad 9,000 bidones de glicerina de uso industrial en vez de glicerina de uso humano, materia prima con la que prepararon jarabes de guayacolato y expectorante sin azúcar que a la postre causaron la muerte de más de 200 personas –y sumando- y afectaron la salud de al menos 10,000 personas.
Los documentos de la Corte Suprema de Justicia panameña dan cuenta de que la empresa adulteró el certificado y la fecha de expiración del producto para introducirlo al país, además de exponer la negligencia de los funcionarios de laboratorio, abasto y control de calidad de la CSS. Los fallos penales llegaron once años después. De diez condenados, solo el representante de Medicom y dos funcionarios de la CSS recibieron la sentencia más larga: 15 años.
Pero la sentencia de Juliana, sin ser culpable, fue de por vida. Producto del
envenenamiento, desarrolló neuropatías, desordenes nerviosos y fallas renales. En el camino, se le sumaron otras condiciones médicas: cáncer de tiroides, hipertensión, diabetes. Hoy, en sus cincuentas, tiene que tomar 25 pastillas al día para controlar sus dolencias. En los meses con suerte –que son pocos- las consigue todas en la CSS. El resto de los meses tiene que destinar una buena parte de la pensión de $800 mensuales que recibe del Estado como indemnización por el envenenamiento, para comprar los medicamentos en farmacias privadas.
Maribel Toribio es otra panameña que también sobrevivió el terrible
envenenamiento. Ella es de la provincia de Colón, situada al norte del país, donde operan dos esclusas del Canal de Panamá, la zona libre comercial más importante de la región y la mina de cobre más grande de Centroamérica. Maribel, precavida, es de las que ‘siempre van al médico’, a diferencia de otros miembros de su familia, recuerda. Una ironía que condenó su destino.
–Fui por salud y salí envenenada.
Como Juliana, Maribel no sintió nada al principio. Solo unos dolores de estómago insoportables que asociaba con efectos secundarios del jarabe. Con los meses, el veneno fue haciendo efecto. Llegaron las neuropatías: dolores punzantes que siente intermitentemente en cualquier parte del cuerpo y a cualquier hora. Tuvo que dejar el trabajo hace tres años porque le era insoportable subir escaleras. Hoy toma once pastillas para paliar sus dolencias, que también incluyen alergias, desarreglos de tiroides, de azúcar y presión. No todos los medicamentos que necesita se los proporciona el sistema de salud público. Y solo dos de los once que necesita al día le cuestan seis dólares.
La continuidad del tratamiento, lo que los médicos llamar adherencia, es vital para pacientes con enfermedades críticas y crónicas. La interrupción del tratamiento –por desabastecimiento en el sistema público o por precios inaccesibles en el sector privado- se traduce en muerte para pacientes con cáncer o VIH, por ejemplo. Lo repite todos los días el doctor Orlando Quintero, un panameño que por más de 25 años ha luchado contra el sistema público de salud y el acceso a medicamentos.
Quintero es portador de VIH desde 1987. Adquirió el virus en un accidente laboral mientras trabajaba en el Hospital Regional de Chepo, un poblado al este y a una hora de distancia de la capital panameña. En 1995, cuando llegó la triple terapia –el tratamiento antirretroviral para el VIH- se sometió al mismo costeándolo privadamente porque la CSS se negaba a proporcionarlo. Le costaba entonces unos $600 dólares mensuales. La media salarial actual del grueso de los
asegurados es de $800 dólares.
Tardó diez años en reconocer públicamente su enfermedad, pero lo hizo para encabezar una demanda legal en 1997 ante la Corte Suprema de Justicia panameña contra la CSS por negarse a proveer la terapia antirretroviral a los pacientes con VIH. Vio morir a muchos porque no podían costearse el tratamiento.
La demanda no fue admitida ese año, como tampoco fue admitido un segundo recurso legal que interpusieron él y otros pacientes. Llevaron su queja a las calles el 13 de mayo de 1999 y tras cinco días de protestas, el 17 de mayo de ese mismo año, el gobierno panameño aprobó proveer la triple terapia a los asegurados, abonando a la creencia popular de que para resolver un problema en Panamá, hay que cortar la vía pública.
Y justo fue en la calle donde los pacientes de VIH consiguieron la esperanza de vida que la ley les había negado. Pero la lucha apenas empezaba. A diario, esos mismos pacientes, sumados a los de otras dolencias crónicas y graves, siguen sorteando una muerte que hoy tiene otra cara: la del desabastecimiento.
Extracto reeditado de la entrada de la investigación «El triángulo de la muerte: Las causas del desabastecimiento de medicamentos en Panamá«, publicada por la periodista Rekha Chandiramani dentro del proyecto periodístico Receta Justa , en el marco de la iniciativa Abriendo Datos Panamá 2019, del ICFJ .